Ayer, 5 de febrero, Kinetoscopio publicó en sus redes sociales: "Hoy nuestra revista enfrenta un posible cierre y nos vemos en la obligación de recurrir a ustedes. Nuestras páginas han acompañado la historia del cine colombiano durante 31 años, no queremos que esta historia termine, y ustedes nos pueden ayudar". La pequeña nota concluía con un enlace donde la ayuda se puede hacer efectiva:
https://vaki.co/es/vaki/revkinetoscopio
El año pasado, antes de la pandemia, la revista planeaba celebrar su aniversario treinta con un libro antológico. En este se recogería una selección de textos (de distintos géneros) que dan testimonio de la atención de Kinetoscopio al cine colombiano. La covid-19 cambió las prioridades, y ya no solo el libro está en entredicho sino la continuidad de la revista. Para ayudar a entender la importancia de esta publicación del Centro Colombo Americano de Medellín, comparto aquí un fragmento de la nota introductoria que escribí para el libro. Creo que en este momento es perentorio repasar la historia de resistencia de una revista que ojalá no veamos morir.
Cada que escribo: “la revista especializada en cine Kinetoscopio”, me detengo en el eco y el sentido de esas palabras, y en lo que podrían evocar en un lector común. Quizá la idea de una especie de torre de marfil en la que un grupo de elegidos se aísla del mundo a compartir un saber que solo a ellos pertenece. O un club de élite con estrictos e inalterables códigos de acceso. Y así podría seguir desgranando la imaginación analógica que con tanta frecuencia ayuda a traducir lo extraño.
Y sin embargo, en la historia de tres décadas de Kinetoscopio no hay nada que se parezca a ese aislamiento o distancia del mundo. La revista nació en un momento de agitación social y política y de ahí en más, minuciosamente, ha sido afectada por el ambiente circundante. En 1988, una bomba del narcoterrorismo que por esa época hacía de las suyas en Medellín, destruyó parcialmente las instalaciones del Centro Colombo Americano, la institución que hasta hoy ofrece su generosa hospitalidad a la revista. En vez de amedrentarse ante la barbarie, el director del Colombo, el estadounidense Paul Bardwell, juntó las ruinas y, con ánimo admirable, fundó al año siguiente la sala 1, un templo de la cinefilia en la ciudad, donde hemos vivido jornadas que se parecen a la peregrinación hacia el centro espiritual de una fe compartida.
En 1990, el Colombo empezó a publicar Kinetoscopio, un boletín sin más pretensiones iniciales que divulgar y comentar, a través de reseñas, la programación de esa sala. El número 1, fechado en los meses de febrero-marzo, declaró en su primer editorial: "Se proyecta el primer número de Kinetoscopio como una propuesta y alternativa de expresión cinematográfica para la ciudad de Medellín. Su nombre deriva de un arraigo profundo en el desarrollo e invención del cinematógrafo que nos remonta hasta el propio Edison y los hermanos Lumière. [...] La utilidad y necesidad de este medio de expresión va unida a la actividad cinematográfica desplegada en la Sala del Colombo Americano, sus ciclos, los directores, las estrellas y los países. Serán bien recibidas sus sugerencias y contribuciones".
El equipo fundador de Kinetoscopio estaba integrado, además de Bardwell, por los realizadores y profesores César Montoya y Juan Guillermo López, el escritor Juan José Hoyos y el crítico de cine Luis Alberto Álvarez. Tres de los fundadores murieron cuando no llegaban a los cincuenta años. López, víctima de un atraco –por robarle una cámara–; Álvarez en un procedimiento cardiovascular experimental conocido como cardiomioplastía de reducción, y Bardwell de un cáncer. Así de paradójico es el destino de Kinetoscopio. La revista de cine de más larga vida en Colombia está atravesada por estas muertes tempranas.
No es la muerte lo único que ha impuesto su victoria y su soberanía sobre Kinetoscopio. La revista nació en un momento de transición, cuando era inevitable la desaparición de Focine (entidad estatal que se liquidó oficialmente en 1993, pero que agonizaba desde los años en que se produjeron las últimas películas con su auspicio: Rodrigo D. No futuro, María Cano y Confesión a Laura) y no había ninguna claridad sobre una futura política estatal de apoyo al cine. Bajo la orientación de Álvarez y Bardwell la revista adquirió un rápido prestigio que sobrepasó sus intenciones iniciales y fue creciendo en colaboradores y cubrimiento, al tiempo que se afinaban su criterio y sus propósitos; eran los años en que la revista salía en aquel formato inolvidable, cercano al tamaño de un libro corriente.
Esa Kinetoscopio se dedicó, sobre todo, a la divulgación del cine internacional más artísticamente arriesgado (una impronta que –aún con altibajos– no ha traicionado hasta el momento), gracias a que muchos de sus colaboradores asistían a festivales de cine alrededor del mundo, y a escarbar en un cine nacional casi inexistente, exangüe, aunque motivado por éxitos aislados como La estrategia del caracol de Sergio Cabrera. Esa terquedad para hablar de films invisibles (como de hecho se llamó, durante algún tiempo, una de sus secciones fijas) generó un terreno propicio para que algunos de ellos se exhibieran en el país; al punto que, a finales de los años noventa, surgió la idea de crear Kinetoscopio La Distribuidora, un proyecto soñado por Bardwell que no llegó a calar.
En la segunda mitad de la década de 1990, en años de recesión económica y de una violencia que se enconaba con Medellín –sumadas a la ausencia de Luis Alberto Álvarez, quien fuera el faro de la primera etapa de la revista–, muchos de los colaboradores locales de Kinetoscopio se fueron del país. De modo que ese primer calor colectivo con el que se hizo la revista –esa sensación de familia que he sabido de oídas–, se perdió o al menos se transformó. Y Kinetoscopio se volvió, entonces, como una especie de zona liminal, sin territorio firme, virtual antes de la virtualidad, y en la que muchos colaboradores nos encontrábamos sin vernos ni conocernos. Era un puente –sutil– que vinculaba a una diáspora intelectual, colombiana o no, con un país y una ciudad. No es un dato irrelevante que en un país de poderes centralizados como Colombia, fuera desde una ciudad de “provincia” (aunque central cultural y económicamente como Medellín) que se irrigara esa utopía que podríamos llamar “cultura cinematográfica”.
Quiero resaltar dos grandes series que tuvo la revista en su primera etapa: la sección “Historia del cine en 100 películas” que, bajo la responsabilidad de Luis Alberto Álvarez, se convirtió en una sencilla –y muy pedagógica– declaración de amor por un medio y su tradición; y los dossiers sobre cine colombiano preparados, voluntariosamente, por Santiago Andrés Gómez. Víctor Gaviria, Luis Ospina, Oscar Campo, Mady y Gabriela Samper, Jorge Rodríguez y Marta Silva, fueron invitados en su momento a las páginas de estos especiales que, cuando fue posible, estaban acompañados de entrevistas a los directores.
La muerte de Luis Alberto Álvarez fue un parteaguas en la historia de Kinetoscopio. Álvarez tenía un enorme carisma y esa serena autoridad que otorga el conocimiento y la generosidad. Siempre bajo la dirección de Paul Bardwell, la revista tuvo nuevos editores: Lina Aguirre (1997-2000) y Pedro Adrián Zuluaga (2000-2004 y 2006-2008). Con ellos –con nosotros–, se integraron otros temas y colaboradores, nuevas secciones (Documentos, Conversaciones con Jóvenes Realizadores, Maestros de Obra) y se formó un nuevo grupo base con sede en Medellín (Oswaldo Osorio, César Alzate Vargas, Juan Carlos González, Adriana Mora, entre otros ), que se complementó con la ya mencionada plataforma de corresponsales en el exterior.
El cambio generacional se iba haciendo evidente, tanto como el cambio de tamaño de la revista, que adoptó el formato que aún hoy conserva. La mayor prueba de ese revuelo fue aquel dossier sobre el cine el cine del mal gusto (edición #59), con la portada de Betty Boop, el famoso personaje de dibujos animados popularizado por Paramount Pictures. Este gesto hubiese sido inimaginable en la revista que seguía los lineamientos estéticos de Luis Alberto Álvarez, de un corte claramente humanista. Una cosa para decir sobre estos lineamientos y la manera como también ese canon estético fue debatido al interior mismo de Kinetoscopio. El 5 de marzo de 1995, Álvarez escribió en su habitual página de El Colombiano un artículo, célebre en los círculos de la crítica cinematográfica local y nacional, llamado “Nada importa” (también publicado en la edición #30). El objeto de la desazón del crítico era, en esa ocasión, Pulp Fiction, la segunda película de Quentin Tarantino estrenada en Colombia como Tiempos violentos y premiada en Cannes en 1994 con la Palma de Oro. En el artículo, Álvarez aludía así a los críticos jóvenes (énfasis en el original):
[…] tal vez aquellos mismos que hace unos años militaban en el marxismo fundamentalista (¿hay acaso otro?) y que hoy practican un amoralismo heavymetalista, como adoradores de la brutalidad catártica que les ofrece el cine de las décadas de los ochenta y noventa. Su fascinación es ahora la de los hermanos Coen, quienes decían sentirse encantados con el ritmo frenético de un cuerpo que está siendo ametrallado o que, comentando una escena de una de sus películas declaran: “era ya hora de derramar un poco de sangre, porque la película estaba en peligro de ponerse de buen gusto”.
La posición de Álvarez frente a la película de Tarantino, de la que escribe, entre otras cosas, que le parece “profundamente decepcionante”, es contestada y debatida en la edición #34, de noviembre-diciembre de 1995, por la joven crítica caleña Amanda Rueda en su texto “Respuesta de una joven a un crítico de Tiempos violentos”. La fisura entre distintas sensibilidades y el cambio de época resultaban pues inocultables. En mayo de 1996, Álvarez murió durante la ya referida operación en la que un cirujano brasileño intentó reducirle el tamaño de su corazón.
Al provocador dossier sobre el cine de mal gusto le antecedió otro, sobre cine político (edición #58); en la edición #61 hubo un serio y comprometido especial sobre el documental, que bajo el título de “Transparencias y espejismos” recogía debates contemporáneos sobre el género. La edición #70 se arriesgó a proponer 12 directores del cine actual (era el año 2004) en los que se resumiera eso inasible que podría ser el espíritu de la revista, el cine que ella estaba dispuesta a defender; la condición era que al menos una de las películas de ese director o directora hubiese tenido un estreno comercial en Colombia. Nombres como Fernando León de Aranoa, Claire Denis, François Ozon, Paul Thomas Anderson, Sofia Coppola o Hayao Miyazaki hicieron parte de la lista, junto con un invitado colombiano que, al menos en esa época, despertaba nuestro entusiasmo: Jorge Echeverri.
La primera mitad de la historia de la revista se cierra con un número conmemorativo y entrañable: la edición 73 en la que se celebran los quince años de Kinetoscopio, con una portada ilustrada con quince besos famosos de la historia del cine. En el especial que la acompañaba, “Quince años de amor por el cine”, que lideró Oscar Molina, se pasaron a examen los tres lustros anteriores del cine mundial, latinoamericano y colombiano. De este último se hicieron balances más específicos sobre el cortometraje y el documental. Este número también fue un reconocimiento a la crítica y los críticos, a su estilo, es decir con textos que discutían sobre el oficio. Y una mirada a la historia de la crítica de cine en Colombia con la selección de 15 espectadores intensivos, dos palabras en las que Luis Alberto Álvarez sintetizaba el ser y el hacer de quienes hacemos crítica.
En la segunda parte de su historia, los últimos quince años, no son pocas las tormentas que Kinetoscopio ha tenido que sortear. Este periodo, entre 2006 y 2020, coincide con el relumbrón del cine colombiano. Lo que trajo consigo la exigencia de dar cuenta de una creciente cantidad de películas nacionales, y de participar en los debates de un campo cinematográfico en consolidación. Una de las respuestas concretas, que tuvo su inicio en la edición #77, fue una nueva serie de especiales, esta vez sobre oficios en el cine colombiano. Se probó entonces la modalidad de los editores invitados; estos, desde su saber particular, coordinaron el diálogo con el sector que representaban. Para el primer dossier, sobre el trabajo del guionista, se invitó a Patricia Restrepo; para el del productor y la producción (edición #79) a Ximena Ospina, y para el de la actuación y la dirección de actores (edición #80) al cubano Adyel Quintero.
Otro desafío, mayúsculo, fue convivir con la era digital y sobrevivir en un entorno donde la crítica perdió mucho de su aura y autoridad por la amplificación de medios y la profusión de voces que, en los nuevos medios creados por el cambio tecnológico, practican una crítica que habría que definirla más como prescripción o recomendación. A partir de la edición #83 asumió el trabajo de edición Juan Carlos González, quien escribe en la revista desde la década de 1990, y conoce ampliamente su historia y tradición. González se ha enfrentado entonces no solo a la dificultad de que la revista sobreviva en un mundo definido por la aceleración y la velocidad de Internet, sino a la responsabilidad de ser guardián de una historia y un archivo como el de Kinetoscopio.
Cinéfilo apasionado y gran divulgador, González se da a la ardua tarea de revisar tradiciones, obras y autores. En la edición #87 es Woody Allen, en el #89 el western, en el #91 la crítica de cine (revisitada como oficio con la luz incierta de los nuevos tiempos), en el #92 Roman Polanski, en el #93 las nuevas directoras latinoamericanas, en el #94 el corto colombiano y su larga travesía, en el #95 Alfred Hitchcock, en el #97 Terrence Malick, en el #99 Marilyn Monroe, en la #101 Paul Schrader, en la #103 la infancia en el cine, los hermanos Coen en la #125, en la #126 Agnès Varda. Asuntos como el cine político o lo político dentro del cine, por ejemplo, han sido motivo de especiales en dos oportunidades –la edición #58 y la #124– que permiten medir las distancias o coincidencias entre épocas. Con González llegaron también los textos de dos críticos españoles que admiro: Carlos Losilla, en su columna “Cinefobia”, y Manuel Yáñez, y una relación fluida y permanente con varios críticos latinoamericanos y españoles, entre ellos Leonardo D’Espósito o Almudena Muñoz.
En estos quince últimos años ocurrieron dos conmemoraciones ineludibles. La primera fue la de los veinte años de la revista (edición #90). Esta vez el especial consistió en la selección conjunta de una película por cada año de aparición de Kinetoscopio, que empezó con Buenos muchachos (1990) de Martin Scorsese y termina, curiosamente, también con Marty, el de La isla siniestra (2010). La otra edición conmemoración fue la #100 y su dossier: “10 escritores x 10 listas. 100 motivos para querer el cine”. La lista de motivos fue muy heterogénea: iba desde “10 + 1 películas que me levantan el ánimo de modo inmediato” hasta “10 revoluciones del cine”, pasando por “10 falsos documentales”.
Un grupo amplio de personas ha ayudado a remar, en los últimos años, esta lancha que navega en el mar amplio del cine y de la historia. Los dos últimos directores de la revista: Andrés Murillo y Alejandro Gómez. Miembros de su comité editorial como Samuel Castro, Diego Agudelo, Oswaldo Osorio y Liliana Zapata. Coordinadores, asistentes editoriales, diseñadores, correctores de estilo. Si la revista es, y hay que insistir hasta el cansancio en eso, un archivo invaluable, lo es por el trabajo de todas las personas que he mencionado hasta ahora, y de otras muchas más. La historia de Kinetoscopio que más se cuenta es la de sus heroicos orígenes, bajo la batuta de esos dos gigantes que fueron Bardwell y Álvarez. Pero no ha sido menos heroico este acto continuado de resistencia, estos treinta años de decirnos que sí. Ningún interesado en reconstruir la historia del cine latinoamericano y colombiano podría pasar por alto estas 128 ediciones. Chapeau!