La tierra y la sombra, de César Acevedo |
Por Jerónimo Atehortúa Arteaga**
Una película se puede interpretar. Y La
tierra y la sombra de César Augusto Acevedo se presta a ello. Una película
también se puede mirar. Y quien escribe sobre la misma puede dedicarse a
reelaborar sus imágenes, a buscar aquello que ya vio y aquello que no,
y por supuesto, a trazar puentes entre ella y otras obras que la anteceden (a veces
arbitrarios), porque las películas no están solas; así sea de modo
inconsciente hacen parte de una tradición, de un campo, y se nutren unas a
otras, en medio del signo de los tiempos que tuvieron por suerte.
Sin duda, a la hora de hablar de La
tierra y la sombra hay mucho que interpretar, mucho que reflexionar. Está por
supuesto su lectura política textual de sensibilidad social, en tensión con su
política subterránea de claros tintes melancólicos y románticos. Pero están
también sus imágenes y sonidos de gran riqueza plástica y fuerza estilística,
que nos interpelan en forma muy distinta. Ambos aspectos que parecieran estar en
estratos distintos de la película, se cruzan, se superponen y chocan en no
pocas ocasiones, dando lugar, en el espectador, a una sensación de perplejidad.
La tierra y la sombra exhibe un clara tensión entre su vuelo poético afincado
en la tradición del cine moderno, para el cual se propone una lectura puramente
sensible, a veces cinéfila, de la película, y su contenido social y político
que denuncia la erosión de los modos de vida tradicional por obra del bendito
progreso.
Así, a la hermenéutica que pide su argumento de calado social en sintonía con
la política que se espera de nuestro cine (1), se opone la erótica melancólica de sus imágenes y sonidos, proveniente
del espíritu de un autor conocedor, y que pone en práctica ese conocimiento,
que no quiere ser sometido por la realidad en la que ubica su fábula del
desarraigo. El cine quiere tener compromiso, y al tiempo quiere ser autónomo,
he ahí uno de los mayores conflictos de nuestras cinematografías.
Bloques de realidad
Para ver cómo funcionan estos dos
movimientos me gustaría trazar un breve diálogo entre La tierra y la sombra
y la película de 2012 de Felipe
Guerrero, Corta, que la antecede, y con la que en no pocos momentos pareciera
formar una suerte de díptico sobre el trabajo en los cañaduzales del Valle del
Cauca.
Corta, de Felipe Guerrero. |
Corta, documental de observación que registra el trabajo de los corteros de caña, es una película sobre la capacidad de la cámara para representar la realidad y sus limitaciones. En Corta los planos (escenas) van de velo a velo de cámara, es decir, son presentados en estado bruto, como si alguien hubiese ido a los cañaduzales, hubiese capturado bloques de su realidad sin alterar, dejando que la cámara hiciese su trabajo sin más intervención que su emplazamiento, y posteriormente nos los hubiese presentado en una sucesión de bloques. Eso se suma a la profundidad de campo con la que es fotografiada la película, que habilita una lectura democrática de la imagen, muestra una voluntad de registrar la mayor cantidad de realidad que sea posible, pero al tiempo se hace cargo de sus propias limitaciones. De ahí que sea esencial a su tratamiento el hecho de haber sido rodada en celuloide. El estatuto ontológico de su imagen solo puede ser afirmado mediante un formato analógico cuya materialidad se desprende efectivamente de la realidad.
Con Corta estamos ante una película
física, donde mucho de lo que acontece pasa por el movimiento y la energía de
los cuerpos delante del lente. En oposición, la cámara se mantiene fija,
cuidándose de no manipular nada. El cinematógrafo se presenta en su poder
primigenio, como un receptáculo de la luz anclado al mundo para ofrecernos un
fragmento de él. Lo cinético es lo que ocurre delante de él, no lo que él
agrega: los movimientos, el trabajo, la caña cortada, el machete que se afila,
el fuego que lo consume todo; en ello está el cine para Corta: en la realidad.
Esa supuesta voluntad libre e inmaculada
de observación va tomando forma, el director en su soledad deja ver que la
imagen pasada por la mesa de montaje no puede quedarse como un mero registro. Entonces el relato empieza a aparecer en los intersticios, entre plano y plano,
en la prominente construcción sonora, de un modo casi primitivo, aunque en
realidad todo en ella es puramente
moderno.
El sonido que se repite en los planos
finales, nos quiere mostrar que todo es una construcción. También nos hace
preguntarnos si acaso estas imágenes hacen parte de un montaje paralelo ideal,
en el que cada plano se resiste a ser montado, a ser fragmentado, a ser
intervenido como la masa resistente que es, conformando una maquinaria de
simultaneidad. Los trabajadores, a quienes vemos afilar sus machetes al amanecer, al
tiempo que escuchamos una y otra vez la misma banda sonora, nos llevan a pensar
que se trata de un mismo instante diseccionado en el tiempo, mostrado desde distintos lugares, develando
cómo los límites de la cámara, en el cine, se superan por un procedimiento que
insufla de capacidad mítica al cinematógrafo: el montaje.
Pero este es un montaje que parece
retrotraernos a los momentos iniciales del cine. No existe acá la gramática de
D. W. Griffith que supone interrumpir acciones sucesivamente para dar la
sensación de que los hechos ocurren al mismo tiempo de modo inequívoco. Acá se
trata de registrar un momento y volver sobre él: varios hechos, varias
personas, varios emplazamientos pero un solo tiempo. Todo mostrado en bloques,
uno después de otro.
Corta: bloques "en bruto" de realidad. |
Mientras veía La tierra y la sombra tenía la sensación constante de que ella era una suerte de extensión de Corta. Pareciera que allí donde termina una comienza la otra. El relato que emerge tímidamente en la película de Guerrero se hace carne, o más bien espíritu, en la de Acevedo. Entonces vemos ese primer plano majestuoso. Esa síntesis de observación y ficción. Un plano general, un personaje que viene hacia nosotros desde lo lejos. Como en Corta no parece estar individualizado. Pero hay que darle tiempo. Su figura se va haciendo más grande, y su rostro empieza a diferenciarse. Empieza la identificación a jugar su papel. Del fondo viene una máquina, un auto, un camión, ¿el progreso acaso? El hombre entiende que no hay nada que pueda hacer, es él frente a la máquina. Su única opción es apartarse del camino si no quiere ser arrollado. Entonces decide dar un paso al costado para que el camión pueda seguir de largo. Pero el camión deja una estela de polvo, una nube de tierra que transforma a ese humano, que quiso dar paso a la máquina, en una simple sombra. En esta gran síntesis entendemos que estos dos elementos que atraviesan el cuadro, hombre y máquina, puestos en juego mediante la profundidad de campo y la duración, no se desplazan en el espacio, sino en el tiempo, o los tiempos (presente y pasado), un tiempo que avanza y que quiere llevarse puesto al otro.
De esa manera empieza un relato como los
que conocemos, una historia, un argumento. Un hombre que regresa. Una familia
que sufre, un conflicto social, el deseo de vivir mejor. Todo en tensión. Pero hay algo de Corta que se ha trasmitido a estas imágenes, que
ahora son digitales. La historia que también se desarrolla en medio de los
cañaduzales se impregna de aquella idea del plano como unidad temporal y
espacial. Igual que en Corta, en La tierra y la sombra muchos planos dan la
sensación de estar enteros, casi brutos, pero ahora no hay velos de cámara que
lo comprueben. Acá los planos están
construidos con tal precisión que pareciera que ellos fueron incluidos desde el
cuadro posterior al que dicen “acción” hasta justo antes de que griten “corte”.
Como si no se hubiese mayor intervenciones sobre ellos en el montaje.
Detrás de cámara de La tierra y la sombra. |
Por eso La tierra y la sombra parece proceder mediante viñetas que desembocan en nuevas viñetas que transmiten sentido por acumulación pero no porque una sea la extensión de la anterior necesariamente. Las escenas transcurren no como resultado de un movimiento, sino más bien por infiltración. Las imágenes se comunican entre ellas porque comparten un sustrato metafísico. Entonces cada plano parece empezar y terminar, como si la cámara tuviera rollos. En cada escena la acción se agota. Se ve al personaje entrar por un lado del cuadro para desparecer por el otro.
Por eso la película parece un río que no
fluye ante nuestros ojos, sino subterráneamente. Un río que nace y muere una y
otra vez. Un río compuesto por varios ríos, cada uno autónomo, pero cuyas aguas
en realidad son compartidas. Porque aunque nuestros ojos no puedan apreciar el
flujo del agua, esta se va transmitiendo por las porosidades de su lecho.
Es como si Acevedo hubiese tomado los
bloques sólidos de realidad compuestos por Guerrero y los hubiese hilado con la
historia de una tragedia, descubriendo esos rostros que Corta negaba. Pero los bloques siguen siendo bloques, y
algo de ello se le queda pegado a sus personajes. En algún punto la película es una gran
naturaleza muerta, por eso el título, La
tierra y la sombra, que por muchos ecos faulknerianos que tenga pareciera
remitir más a la pintura. Queda la sensación de que a Acevedo le interesan sus
personajes en un modo muy abstracto, los lima hasta tenerlos en los huesos, y al
hacerlos puro texto se vuelven entes poéticos. Por eso su actores no hablan,
recitan. Más que intérpretes son modelos, en el sentido que le da Bresson a la
palabra. Sus cuerpos son superficies, y de ellos emana el texto. Ese texto así,
duro, adusto en apariencia, es el principal material poético de la película.
Esas palabras artificiosas, son como fragmentos de realidad, extraídos con
cincel, que terminan por convertirse en material metafórico por el choque que
generan.
La política de los afectos
Pedro Adrián Zuluaga mencionaba las
constantes comparaciones de la película con el universo de Andréi Tarkovski
hechas por la crítica, y al hacerlo se refería al director ruso llamándolo
“otro espíritu aristocrático y conservador que se negaba a aceptar los
compromisos de su tiempo”. Hay mucho de esto en la poética de Acevedo. Su gusto
por el cine moderno (de sustrato metafísico y conservador) de Dreyer, Bresson,
Bergman, junto a su idea de un pasado
virtuoso, del que parece haber sido borrada la violencia endémica que la
historia nos enseña que también lo desangró, tiene que ver con una forma de
leer el presente a través de una proyección del pasado. Pero ello no es
producto de un deseo de falsear la historia, sino que surge del conflicto entre
su política de los sentimientos y su voluntad de redención social.
En
La tierra y la sombra sucede algo parecido a lo ocurrido con Las uvas de la ira
de John Ford, otra de las películas de cuyas aguas bebe. En ella, como señalaba
Roger Ebert, un director de derecha (no digo que Acevedo lo sea), como Ford,
estaba a cargo de dirigir una fábula de izquierda (el libro de Steinbeck en el
que estaba basada). En aquel caso el resultado fue semejante al obtenido por
Acevedo con su película: la visión del director estaba mucho más interesada en
el mundo de los sentimientos que en el de la agenda política que incluía. El
acercamiento a sus personajes, en ambas películas, es de tal emotividad y
plasticidad que sobre el final el espectador sale más sobrecogido que movilizado.
Las injusticias que se muestran en la película generan más un sentimiento de
pena que de ira.
La comparación viene al caso para señalar
un movimiento paradójico. Es mucho lo que La tierra y la sombra tiene de Corta.
Pero curiosamente ello no se refleja sobre las imágenes de los trabajadores y
los cañaduzales. El espíritu de Corta es lo que se traslada a su película. Un
modo de ser frente a la imagen. Un sentido de contención del tiempo y de las
acciones devenidas en sentimientos. Corta migra de lo público a lo privado en
La tierra y la sombra, va del cañaduzal hacia la casa y allí habita en su mejor
luz.
La película en su puesta en escena tan
virtuosa es un testimonio de los conflictos éticos que supone querer trascender
la realidad que otorga la cámara, para hacerla entrar en una realidad oculta,
la de los afectos. Porque la película conmueve profundamente, pero a veces lo
hace a un precio muy alto. El estilo de Acevedo, riguroso como el de ningún
otro director en Colombia, no da tregua y llega a los lugares más recónditos de
su película para someterlo todo, es así que en su búsqueda de poética logra
desahuciar cualquier pizca de fealdad y por esa sólida estructura es por donde
se cuela cierto dejo de manipulación, como bien señaló Santiago Andrés Gómez en su
crítica, en la que trae el eterno debate sobre los problemas de estetizar el
dolor.
La emotividad de La tierra y la sombra
viene dada por la empatía que muestra por sus personajes principales, pero
también por la enorme belleza de las imágenes. El asunto acá, es que sobre el
final, esa emotividad y esa tristeza infinita que transmite es propinada por
una torsión de la imagen, un golpe bien asestado que debemos aceptar por el
grácil movimiento con que se efectúa. Es allí donde se hace material el conflicto
sobre los dos registros de la película de los que vengo hablando, porque es
justo este gesto de desarmar al espectador el que lo pone en situación de
aceptar todo lo que la película le da, haciendo que por un instante pase de
largo esa fuerte idealización que la película efectúa sobre la realidad y la
Historia que da color a sus sentimientos.
*Gran parte de las reflexiones que hago acá las debo a
las estimulantes conversaciones sobre el tema que he podido tener con Pedro
Adrián Zuluaga, por cuya invitación me animé a escribir estas ideas acerca de
dos películas que, desde ya, son piezas claves de nuestro cine.
**Jerónimo Atehortúa Arteaga estudió cine en la Fundación Universidad del Cine (Argentina) y es colaborador del periódico El Mundo de Medellín. Dirigió los cortometrajes Becerra (2015) y Déan Funes 841 (2013). Vive y trabaja en Buenos Aires.
Notas:
(1). Ver
el artículo de Pedro Adrián Zuluaga en este mismo blog sobre las lógicas
geopolíticas que instigan nuestra producción cinematográfica: http://pajareradelmedio.blogspot.com/2015/04/cine-colombiano-en-cannes-2015-que_8.html
Muy buena reflexión sobre las dos películas. Me recordó que alguna vez oí que Guerrero quería hacer de Corta una instalación en la cual cada plano corría simultáneamente en una pantalla independiente, rodeando al espectador de pantallas. Si eso es cierto, se potenciaría aún más ésa sensación de unidad temporal que le adjudica a cada plano.
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