Incluso siendo muy condescendientes, resulta difícil no ver la torpeza y apresuramiento de su narración, su look televisivo y su consecuente desinterés por construir cinematográficamente el espacio de la acción y las relaciones entre los personajes, y su amplia gama de concesiones para volverse más accesible. Pero al mismo tiempo se trata de un filme sobre asuntos social y políticamente relevantes: el papel de los sacerdotes en comunidades sacudidas por el conflicto armado, la encrucijada de los jóvenes a la hora de decidir entrar a formar parte de grupos irregulares en ausencia de futuros más prometedores, la corrupción de la administración pública, la arrogancia de la jerarquía eclesiástica y su distancia frente a una iglesia de base popular, la dinámica de los falsos positivos. Y etcétera, etcétera, etcétera.
Andrés Parra en La pasión de Gabriel. |
Uno de los principales problemas de La pasión de Gabriel, paradójicamente, es aquello en lo que muchos han visto su virtud principal: el personaje protagonista y el actor que lo encarna. Andrés Parra, premiado como mejor actor en el festival de Guadalajara 2009 (donde el cine colombiano era invitado de honor) interpreta a un sacerdote desmedido en lo que hace y con dificultades para calcular las consecuencias de sus actos. En resumidas cuentas se trata de un “bacán” que hace hasta lo imposible por ganarse el favor del público, y según entiendo lo consigue en amplios sectores. Pero el cura que encarna Parra resulta tan simpático que no demora en convertirse en un elemento casi folclórico y pintoresco dentro del filme, mucho más cuando, en analogía tremendamente pretenciosa, quiere comparársele con Cristo: treinta y tres años, incómodo para la autoridad y el poder y finalmente martirizado.
Una sola de las angustias que sacuden “el alma en llamas” de Gabriel, habría dado para una película. Todas juntas, como lo están, revelan un afán por decir cosas importantes que termina en una penosa superficialidad. Sirva de ejemplo el intento de promover el filme como un desafío a la institución del celibato dentro de la Iglesia católica; si bien es cierto que en medio de sus peleas con otros curas, el ejército, la guerrilla o los políticos, Gabriel mantiene una relación con la mujer más bonita del pueblo, el affaire ni siquiera es vivido con angustia por el personaje, por lo cual el debate moral es inexistente. Los episodios sexuales se ven en la película mucho más como una concesión al melodrama y al morbo del público que como un discurso crítico.
Molesta, por último, que el filme esté construido con retazos de todas partes: paisajes de Risaralda (anulados por un montaje y una mirada que nunca los hace protagonistas), música llanera, actores bogotanos. Ninguna de estas elecciones parece corresponder a una necesidad intrínseca de la película. Como en los tiempos pasados de las coproducciones internacionales, aquí todos tienen su cuota, y nada es auténtico.
Valga decir que la honestidad en el cine no está en los temas sino en la mirada; esta última sí implica siempre un universo moral, la focalización de la atención sobre uno u otro aspecto del filme, la posibilidad, para el director y su equipo, de tomar decisiones. Y en La pasión de Gabriel todas las decisiones estéticas lucen condicionadas por el automatismo de la producción en serie, por el trazo grueso, por la desatención al detalle donde podría emerger la vida de la película. La pasión de Gabriel es cine viejo y mandado a recoger.
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