Con su primer largometraje, La Punta
Corta (La Pointe Courte, 1955), Agnès Varda anticipó muchos de los temas y
maneras que en la Nueva Ola encontrarían “definición” e “identidad”: la
relación hombre-mujer en un periodo de intensas transformaciones y reacomodos,
la inserción de un fuerte componente documental –o por lo menos de registro– en
la narrativa de ficción y un cierto intelectualismo, que operaría en términos
muy distintos al de la tradición de qualité denunciada por Truffaut en “Una
cierta tendencia del cine francés”, su célebre artículo de los años cincuenta.
En La Pointe Courte, la relación de una
pareja (Silvia Monfort y un imberbe Philippe Noiret) se resquebraja y se
recompone frente al paisaje geográfico y moral de un pequeño pueblo de pescadores,
y frente al público espectador. Varda, en su excepcional filme testimonio Las
playas de Agnès (2008), asegura que en el momento de realizar su opera prima
había visto muy pocas películas (aunque en La Pointe Courte hay el aliento de
Rossellini en sus filmes con Ingrid Bergman). Lo suyo, el medio que había
estudiado y en el cual buscaba expresarse inicialmente, era la fotografía, una
vocación que nunca ha abandonado.
Pero la joven Varda era ya dueña –en el
caso de que eso se pueda escoger– de una intensa curiosidad vital e
intelectual, que desbordó completamente su pertenencia al gueto de la Nueva
Ola. En los años sesenta la encontramos metida de lleno en el ambiente
contracultural de California, filmando la lucha de las Panteras Negras o la
naciente Cuba de Fidel o la resistencia contra la guerra de Vietnam, en
cortometrajes llenos de la vibración del presente.
Temas aparte, lo que destaca
en Varda desde sus primeros trabajos es su anticipación de lo que en los
últimos años se ha dado en llamar filme-ensayo
(una forma teorizada entre otros por Antonio Weinrichter y Arlindo
Machado). Un tipo de película híbrida, libre y experimental, sin traumatismos a
la hora de combinar géneros, formatos y técnicas –ficción, documental,
animación, fotografía, etc- y sin falsos pudores para expresar una postura
personal o hacer un guiño autobiográfico. Se trata, desde otra vertiente
teórica, de lo que Bill Nichols definió en La representación de la realidad
como filmes performativos.
“El filme performativo –escribe el colega
ecuatoriano Christian León en su excelente blog Vía visual–, tiene un alto
valor imaginario, testimonial y autobiográfico a partir del cual se filtran los
hechos reales. Apela a libertades poéticas (flashbakcs, imágenes congeladas,
planos fragmentarios, partituras musicales) y a formatos poco convencionales
altamente subjetivados (el diario íntimo, la confesión, el testimonio). En este
sentido se parece al cine experimental y de vanguardia, pero a diferencia de
estos desconfía de la autonomía fílmica y plantea una reinserción de la obra en
su contexto social y cultural”. Reflexión útil, aunque Varda está lejos de
quedar atrapada en esa definición.
Al contrario, la obra de Varda, abundante
como su curiosidad intelectual, se despliega en distintas vertientes, abriendo
cauces nuevos en cada una de ellas. Lo ensayístico define no sólo sus filmes
cortos “prototipos en los que hay que inventar al mismo tiempo la forma, que es
única, y el tema que va a adoptar dicha forma una vez esté en sus redes, como
si fuera un pez vivo” . Un temprano largo de ficción como Cleo de 5 a 7 (1962),
es plenamente una película ensayística y plenamente un filme de la Nueva Ola,
con un rodaje en exteriores fluido y ligero y una admirable capacidad para
darle cuerpo al ethos de la época: es la crónica de un verano no menos
etnográfica que la emprendida por Rouch y Morin, y filmada casi al mismo
tiempo, aunque sin sus pretensiones vérité.
Su relación amorosa con Jacques Demy, el
entrañable director de Los paraguas de Cherburgo, Las señoritas de Rochefort,
Lola y Piel de asno, no parece afectar el personalísimo estilo de Varda, aunque
años después ella se consagrará a filmar la infancia de Demy, mientras él
agoniza de sida. El resultado: Jacquot de Nantes (1991).
La desolación, el enfado y el sentimiento
irreparable de pérdida que le produce esta muerte sobrevuela el cine reciente
de Varda. Pero en vez de blindarse en una subjetividad adolorida, su arte –y me
refiero no sólo a sus películas sino a su ingente producción de instalaciones o
de cine expandido- se abre al reconocimiento de nuevos vínculos sociales.
En
los sesenta Varda había celebrado la apuesta contracultural por un nuevo orden
de relaciones –íntimas, políticas– que se planteaba de forma utópica. En los
setenta luchó en la orilla del feminismo (su documental Respuesta de mujeres
-1975- intenta una reinvención colectiva de lo femenino y de paso le planta
cara a la sutil misoginia de la Nueva Ola) y firmó el célebre Manifiesto de las
343 putas, redactado por Simone de Beauvoir y con el apoyo de personalidades
como Catherine Deneuve, Jeanne Moreau o Marguerite Duras, quienes reconocían
haber tenido un aborto y estar listas para pelear por su causa en los estrados
judiciales.
En los ochenta denunció el brutal individualismo y el desconcierto
de la nueva juventud en Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985) con una
hermosísima Sandrine Bonnaire. En los últimos años anda a la caza de nuevas
resistencias, justo aquellas que se dan en lugares inesperados como entre los
recicladores de basura, descendientes modernos de los espigadores pintados por
Millet, con los cuales filma Los espigadores y la espigadora (Les Glaneurs et
la glaneuse, 2000).
Las playas de Agnès, su último filme
hasta ahora, no es un testamento
doctrinario de Varda ni una biografía al uso, sino una soberana afirmación de
libertad creativa, con sus puestas en escena, su investigación en la memoria,
su frescura y espontaneidad. Allí vemos, como lo sugiere Hugo Chaparro
Valderrama en el catálogo del Festival de Cine Francés que le rindió a Varda su
homenaje de este 2010, a una niña de ochenta años de edad.